lunes, 22 de octubre de 2007

Lolín


Era común que nos cepilláramos los dientes en el patio de mi casa. No tenpiamos baño en el interior, por lo que una batea servía de lavamanos mientras las otras funciones biológicas eran asignadas a un pozo negro ubicado en algún lugar estratégico.

Ese día de verano yo seguía mi rutina de lavado dental después del desayuno cuando sentí que alguien movía el portón, también escuché un gemido que me resultaba conocido. Era mi perro Lolín.

No tengo en mi mente la razón de ese nombre tan poco masculino. Lo cierto es que Lolín llegó pequeño a nuestra casa. Gozó de los cariños propios de ocho niños que lo trataron como una guagua. Resistió las embestidas del viejo Roque, un pastor alemán que lo castigaba cuando se acercaba a su comida. Lolín era medio chueco, colorín, pero con cara simpática, un poco callejero, pero por sobre todo regalón, lo que se evidenciaba en su barriga que se arrastraba cuando pequeño, debido a tanta comida que le dábamos. Esa barriga lo hacía ver más chueco todavía.

Con mi boca llena de espuma me acerqué al portón para mirar que sucedía. Era el Lolín que deseaba entrar. Se notaba insistente, como asustado. Yo no le hice mucho caso. Esperaba terminar mi aseo bucal y le abriría. Entonces sucedió algo trágico. Observé una camioneta blanca que se estacionaba brevemente fuera de mi casa. Un logo municipal en su puerta y una mano que sale de ella para lanzarle un trozo de pan a nuestro perro.

Habíamos oído que debido a muchos perros callejeros, cada cierto tiempo salían algunos funcionarios municipales a darles veneno a los perros callejeros. Yo nunca lo había visto, pero era evidente lo que estaba sucediendo.

Como pude le hable al Lolín con mi boca todavía con espuma para que no comiese. Sin embargo, su buen apetito pudo más. De inmediato saqué la tranca del portón y lo entré a casa mientras la camioneta se alejaba. No sabía si la dosis que le habían dado era peligrosa. Avisé a mi papá y la señora Flor, una arrendataria que compartía nuestro patio, me sugirió darle lavaza para generarle un vómito y expulsar el veneno. Lo hice, pero sin éxito. Me parecía que el perro notaba mi preocupación y quería cooperar. Lo recuerdo como un trabajo conjunto y de angustia mutua. A pesar de esta esta sensación, se resistía a tomar el agua con jabón que había preparado.

Mi padre me indicó que lo llevara al cerro, por si le pasaba algo y así no enterrarlo en casa. Recuerdo que fui sólo y parecía que nada sucedería. Jugaba con algunos palos que le lanzaba, parecía alegre y eufórico. De pronto en una de sus alocadas carreras, cayó al suelo y convulsionó, para levantarse y seguir jugando.

El Lolín, como le llamabamos, con artículo y todo, era de esos perros fieles. Yo solía estudiar en el patio de mi casa los días de primavera, tomando el sol de la mañana mientras mi perro se daba vuelta en la tierra para que le hiciera cariño. Recuerdo haberlo apartado varias veces por que era molestoso y en el tiempo de pelechar se ponía hediondo. Pero podía echarlo cien veces de mi lado y de todas formas volvía. Yo le tenía mucho cariño, y creo que él lo sabía.

Las convulsiones se repitieron y la muerte parecía inevitable. Miguel, mi hermano mayor, llegó enviado por mi padre para hacerme compañía. Le conté lo que sucedía y me animó a llevarlo al cerro. Al cansarse fallecería más rápido. A esa altura lo importante era que no sufriera.

Subimos el cerro y cada cierto rato se nos quedaba en convulsiones. Nos seguía lentamente, yo disimulaba mi pena, hasta que definitamente su cuerpo se tensó por completo y murió frente a nuestros ojos. Le recuerdo con su hocico abierto, recostado sobre su lado derecho.

Caminamos con mi hermano, dando una vuelta extensa por el cerro. No se si lo hizo para evitar la pena o para distraerme, él siempre era más fuerte. Yo, solo tenía ganas de soltar mi pena y creo que lo hice en forma muy disimulada.

Cuando llegamos a casa me encerré a llorar. Nada me consolaba. Mi padre vino a hablar conmigo. Me animó. Yo me sentía un poco avergonzado. Pensaba en algunos amigos del barrio que se reirían por mi reacción. Sin embargo, algunos se preocupaban por mi pena.

Una forma curiosa de ayudarme fue bajándole el perfil a la situación. Eso me ayudó en el momento, incluso llegué a imitar la expresión del rostro de mi perro cuando murió lo que provocaba la risa de todos. Yo también reía, pero una parte de mi todavía sentía pena, al nivel de sentirme desleal con el Lolín. Salía a escondidas a ver su cuerpo que permaneció por algunos días en el mismo lugar y en la misma posición. Cada ves que fui a verlo, volvi a llorar.

Por varios días repasé las escenas de lo sucedido: la camioneta, cuando rasguñó el portón para entrar, el pan con veneno y sus convulsiones. Este repaso lo hacía escondido en la oscuridad de la madrugada y mientras los demás dormían, porque durante el día debía seguir con las bromas y reirme de la situación.

Asi se fue nuestro perro Lolín. Entre bromas a la luz del día y muchas lágrimas escondidas durante la noche. Nunca volví a encariñarme con otro animal. Parece que con él, también murió algo de mi inocencia y no me atreví a querer de la misma manera.

Hoy se que el amor es sufrido y cuando pienso en mi perro recuerdo su color y su olor, y a pesar de tantos años todavía me entristezco por lo sucedido aquella mañana… Creo que debí llorarlo un poco mas.

Primer Lugar


Caminábamos rumbo al Colegio con la ansiedad y entusaismo que provocaba el acto de premiación. El sol de fin de año, algunas guirnaldas anticipadas y las fiestas de término del año escolar hacían un momento único.

Ese día recibiríamos los premios quienes teníamos los primeros lugares. Mi madre debía llegar con nosotros en forma anticipada para informarse del momento en que debíamos salir en frente de todo el Colegio y recibir nuestro respectivo diploma y alguna chuchería envuelta en papel de regalo que con paciencia guardábamos hasta navidad para tener algo que abrir.

El traje escogido para la ocasión era un pantalón gris y un vestoncito azul marino con líneas blancas que por fin había heredado de mi hermano Alejandro. Tomado de la mano de mi madre junto a mi hermana Margarita íbamos sacando cuenta del curso al que pasaríamos. Yo entraría a tercero básico y mi hermana comenzaría su etapa académica. Mi madre se limitaba a escucharnos orgullosamente.

Una lucha importante de mi presentación personal era mi pelo. Bendecido con la genética araucana, heredé una cabellera poco dócil y que asumía una completa verticalidad cuando mi padre practicaba su oficio peluquero con sus máquinas de tenazas y afán militar sobre nuestras cabezas. El largo del pelo no debía tocar el cuello y mucho menos ser una alternativa para la pediculosis que abundaba en nuestra escuela.

Las estrategias para dominar mi cabello pasaban por la inolvidable gomina, jugo de limón, una panty media mientras dormía, de los que me puedo acordar, todo para poder verme más ordenado y un poco más parecido a mi padre.

Ese día, los detalles del acto retrasaron un poco su inicio. Me encontré con mis compañeros que me invitaron al patio posterior y la infaltable pelota salió al ruedo. Cada tanto en tanto, alguno salía de la brega para revisar si el acto había iniciado y participar oportunamente, además, uno de nosotros sería galardonado y había que hacer presencia.

El Himno Nacional con sus respectivas dos estrofas de aquel momento dieron por término a nuestro juego matinal. La premiación comenzaba mientras las carreras al baño se sucedían con nerviosismo ante la mirada de la mayoría del Colegio que estaba correctamente formada.

El momento esperado llegó. Con emoción escuché: “Primer Lugar: Juan Carlos Barrera Silva”. Con la humildad de costumbre y voz baja me abría paso entre mis compañeros, “permiso…, permiso”, hasta que por fin vi el cabello color ceniza de mi querida profesora Alicia Canales y la mirada de mi madre que me buscaba entre los alumnos; lo que siguió fue totalmente inesperado. Mi profesora abrió sus ojos que me eran visibles a la distancia, a pesar de sus lentes verdosos, llevó sus dos manos sobre su rostro para tapar su boca que se abría de asombro mientras sus hombros se encogían. Mi madre tenía una expresión de miedo y rabia en su rostro y mientras me seguía con su mirada comprendí que algo malo pasaba.

Mi sonrisa se fue escondiendo poco a poco y comencé a sumar la información a mi alcance. Mi camisa blanca estaba fuera de los pantalones. Mi corbata guardada en mis bolsillos, mis zapatos negros llenos de polvo, y mis pantalones se arrastraban. Mi rostro encendido con el rojo propio de quien ha corrido mucho, especialmente a las once de la mañana de los primeros días de verano. Gotitas de sudor en mi frente, nariz y la zona del bigote, y mi pelo…, mi querido pelo erizado con la humedad y rigidez de la gomina.

Nunca he podido sacar de mi mente la expresión de mi profesora. Su afecto y cariño unido al orgullo que sentía por mi comportamiento y rendimiento sentía que se desplomaban ante mí. Cada paso que daba para acercarme a ella era un momento de angustia. Las risas nerviosas de algunos compañeros no hacían sino agregar tensión al momento. Me entregó el diploma y el regalo. El abrazo no fue muy afectuoso y el beso menos. Era comprensible, a menos que alguien le hubiese aproximado una toalla para empapar de su rostro mi sudor.

No recuerdo las palabras de mi madre camino a casa. No recuerdo el regalo que me dieron ni mucho menos la nota que me dio el primer lugar. Lo que recuerdo es el calor en mi cara, el sudor salado, mi camisa desordenada y mi corbata ausente. Pero por sobre todo recuerdo la expresión de mi profesora a quien tanta alegría había dado y que esta vez la llenaba de vergüenza y asombro inesperado.

Evangelizando a mi abuelo


Mi abuelo Eduardo era el típico habitante de Ramadillas. Silencioso. De aquellos que comentan algo cada cinco minutos. Amante del vino en garrafa. Poco diestro en la comunicación de afecto, prefería observar y pensar quizás que cosas.

Yo esperaba que llegara de su trabajo aquellas tardes de verano en que estaba en su casa. Me deleitaba viendo como lavaba sus largos brazos en la canoa del patio. Luego me sentaba junto al brasero para acompañarlo. El contemplaba desde allí por una ventana sin vidrios a las vacas que comían pasto en las vegas. El aroma del poleo y de la hierba al atardecer se confundían con el olor del mate que tomaba mi abuelo... Masticaba pan y fumaba un cigarro... Yo contemplaba silencioso, tratando de no interrumpir. Sólo se escuchaba el sonido de la leña que se quemaba en la cocina y algún comentario de la abuela: “Hay que moler el trigo pa’ mañana”.

Mi participación era casi nula, solo era un espectador. Mis preguntas o intentos de diálogo sólo recibían un levantamiento de cejas de parte de mi abuelo. En otros momentos me preguntaba: “¿Tú sos hijo del Miguel”, eso era todo..., no había más diálogo, pero me gustaba estar allí.

Cierto día de verano llegaron de visita algunas jóvenes pertenecientes a la Sociedad de Señoritas de nuestra Iglesia en Coronel. Todas durmieron en la pequeña casa de mi abuela, en una especie de pajar improvisado instalado en una de las piezas. Durante el día visitaban el río, las siembras de papas o sencillamente caminaban por el pueblo.

Una de esas tardes, consiguieron una guitarra desafinada. Juan Cáceres fue el recomendado por el abuelo para solucionar el problema. Lo encontramos en nuestra acostumbrada caminata después de la “once” e inmediatamente procedió a afinar el instrumento.

Mientras esto ocurría, Ana Sáez y Zirpa Navarro, líderes del grupo de señoritas, intentaron animar a mi abuelo en su fe. Le hablaron gentilmente y el escuchaba con curioso interés. Esto no era muy difícil, puesto que el atractivo de estas jóvenes, especialmente de Zirpa, era reconocido en Coronel y mi abuelo se daba cuenta. Sus ceñidos blue jeans evidenciaban lo atractivo de su figura y derribaban cualquier obstáculo a la evangelización. Allí estaba yo, escuchando este diálogo.

Según mi criterio estas damas no habían expuesto claramente las implicaciones eternas de rechazar a Jesús. Como no hubo decisión, ni llamado, ni oración, decidí, a mis nueve años, rematar este diálogo evangelístico. Así que en plena calle y mientras mi abuelo evaluaba las caderas de las evangelizadoras, le dije : “ Sabe abuelo... si usted no acepta al Señor se irá al infierno. Allí solo hay fuego y llamas y usted se quemará todos los días...”, él se sorprendió y molestó por mis palabras que lo distrajeron de su análisis anatómico, y antes que dijera algo, rematé : “ eso le va a doler mucho...”. Nada podía ser más descriptivo y elocuente. Yo esperaba que mi abuelo se asustara y reaccionara. Sin embargo, me miró, casi con desprecio, y me dijo: “deja de hablar huevas cabro de mierda”.

Su respuesta garabatera confirmó su estado pecaminoso y caló profundo en mi orgullo. Gracias a Dios ya estábamos solos y nadie más fue testigo de mi humillación, por lo que decidí reconsiderar mis argumentos evangelísticos, especialmente si no tenía caderas atractivas… Aunque todavía estaba la alternativa de que mi abuelo no estuviera “predestinado” para la salvación...

Peos Chinos


La Escuela Dominical había transcurrido normalmente. Los cánticos, las diversas clases divididas por las edades, las oraciones, el mensaje y nuestro desesperado intento por volver a casa, almorzar, jugar un rato y volver al Culto nocturno.

Finalmente la hora de partir había llegado. Sin embargo, y cuando aún entonábamos el último cántico, un extraño olor proveniente del sector en donde estaban ubicados la mayoría de los niños comenzó a recorrer nuestro salón. Surgían algunas risas nerviosas entre las bancas, hasta llegar a un momento de notoria incomodidad, precisamente cuando se solicitaba la bendición para todos los participantes de la reunión.

El hecho ya era evidente. Alguno de los adolescentes, llamados "Embajadores del Rey", había considerado oportuno pisar unas semillas llamadas "Peos Chinos" y que se caracterizaban por expeler un aroma difícil de soportar. Aroma que cubría el templo y animaba a que los feligreses se retiraran prontamente.

"¿Seré yo Señor?". La acción inmediata fue ubicar al responsable de tamaña falta de respeto. El hermano Recabal, consejero de los "Embajadores", comenzó la investigación antes que cualquiera de nosotros se retirara del templo. La gracia infantil del acto poco aromático despertó una actitud de dudosa solidaridad entre los responsables.

Algunos de nosotros, más tranquilos o con más cultura religiosa, no hubiéramos osado cometer un atentado como el descrito, por lo que fuimos descartados tempranamente. Sin embargo, nuestra curiosidad no nos permitía ignorar el resultado de la investigación.

Después de algunos minutos y al regresar de respirar aire más limpio en el patio del templo, encontramos señales de quién habría sido el responsable: Hugo Recabal Venegas, hijo menor de nuestro consejero, estaba de rodillas en el altar en señal de súplica y arrepentimiento. La imagen lo decía todo.

Nosotros mirábamos la escena discretamente, porque más que mal había que respetar un acto de sincero arrepentimiento, además al hacer burla podríamos señalar que dudábamos de la honestidad del acto, o bien que aún nos reíamos aprobando el desorden blasfemo de nuestro compañero... Aunque el responsable nos miraba de reojo para lanzar una sonrisa cómplice mezclada con un poco de angustia y luego retomar su oración de penitencia.

Ese día, camino a casa, no podíamos dejar de hablar sobre lo ocurrido. "¿ Cómo se le ocurrió hacer tal cosa ?", " y se ve tan tranquilo", " los menores son los peores", "¡ y más encima el hijo del consejero ! ". Mientras tanto, y a pesar que apoyaba estas observaciones éticas, en mi interior pensaba en lo interesante que debería ser el atreverse a realizar un acto como ese: "¡¡Que valiente el Hugo !!", pensaba yo...

Pronto la noche viene


Era uno de esas oportunidades para alabar al Señor en forma espontánea en un culto más de mi querida Iglesia en Coronel.

El hermano Juan, que coordinaba la reunión, insistía en que personas valientes entonaran cánticos delante de la congregación como expresión de gratitud.

Yo repasaba un viejo himno en mi banca, al lado de mi padre, con el deseo de aceptar el desafío.

Hasta ese entonces, mi hermano Alejandro y yo nos caracterizábamos por cantar fuerte. Nos instalábamos uno a cada lado de la organista mientras la congregación entonaba algún himno y a modo de competencia intentábamos destacar con nuestra voz, a pesar de los gestos de algunos por la contaminación acústica que provocábamos.

La invitación del hermano Juan estaba lanzada. Esa noche y con la osadía de mis ocho años me levante de mi banca, con el viejo “Himnos Selectos Evangélicos” bajo el brazo y recorrí el pequeño, pero interminable templo, ante el asombro de varios hermanos.

El himno seleccionado : “Pronto la Noche Viene”... y efectivamente..., se me vino la noche.

Por razones que no entendía la melodía de mi mente no podía conectarse con lo que yo entonaba y la desafinación era evidente. Los hermanos alababan mi valentía y solidariamente me animaban. Sin embargo, yo sabía que era un desastre y me sentía molesto... ¿Cómo era posible que no cantara tan afinado como cuando lo hacía con toda la congregación?.

Volví a mi banca molesto, pero no derrotado. Busqué otro himno para ensayar, el escogido fue: “Anhelo Trabajar por el Señor”. El hermano Juan insistía en que otros cantaran, no se si para que me imitaran o para que arreglaran mi presentación. Opté por darme otra oportunidad y pedí permiso a mi papá, intentando pasar entre sus piernas para cantar de nuevo. Su mirada fue clara: “Esto no es chacota”;

Era desafinado y punto, el único consuelo que tenía era aferrarme a la tradicional declaración evangélica : “no importa como salga, total es para el Señor” .

Ahogado en un rio


Esa tarde, como tantas otras del verano, nos dispusimos para disfrutar de la playa cercana a nuestra casa. Este era un viaje frecuente en nuestras vacaciones, había que disfrutar el vivir a la orilla del mar. Lucía, Alejandro y yo partimos ansiosos, recomendados por nuestra madre sobre los cuidados con el agua, mirar bien antes de atravesar la calle principal, etc.

Las cosas se fueron dando como de costumbre. Los quince o veinte minutos caminando con nuestros pies descalzos sintiendo el calor del cemento, las molestias de las piedras y la ansiedad por llegar pronto. Una vez estando en la línea del ferrocarril el mar se hacía visible a escasos metros.

Esa tarde nuestro destino era otro. Habíamos oído del “río” que estaba un poco mas lejos. Caminamos, pisando los durmientes disciplinadamente, evitando las espinas y vidrios esparcidos a su alrededor. Finalmente divisamos lo que a nuestros ojos era un verdadero oasis.

El sonido de los niños jugando y chapoteando en el agua, hacía interminable el viaje y nuestro estomago se constreñía por la emoción. El siguiente paso era respirar profundo y correr desesperadamente para evitar el dolor que producía la arena caliente en nuestros pequeños pies. En ese entonces las sandalias eran lujos de algunos y nosotros nos consolábamos argumentando que la arena caliente también se escurría entre los dedos, así que con sandalias, zapatillas o a “pata pela” la cosa era la misma.

El río, no era río. Era un “ojo de mar” que tenía corrientes submarinas y albergaba las más variadas infecciones que se pudiera imaginar. Era costumbre que en ocasiones alguien se lanzara al mar y luego salir corriendo para sumergirse en el río. De esta manera se encontraba el agua más “calientita”. No era difícil sentir los ladridos de perros que se bañaban junto a nosotros e incluso el cuerpo difunto de alguno que flotaba un poco más allá. Esta descripción es suficiente para imaginar los distintos residuos orgánicos que flotaban cerca de nosotros.

Se nos había dicho que en este río habían “cueros”, un “algo” que succionaba desde el fondo y terminaba tragándose a las personas. En medio de este río estábamos nosotros con nuestros ocho, nueve y diez años disfrutando de su cálidas e infecciosas aguas.

Lucía, lucía un bikini rozado. La recuerdo a ella en particular porque fue lo último que vi antes de sentir el miedo de no tocar fondo. Habíamos estado jugando, gritando, riendo y de pronto yo estiré mi mano para pedir a mi hermana ayuda pues sentía que algo me tiraba hacía el fondo. Ella me miro incrédula, sorprendida e impotente pues no sabía nadar y poco podía hacer. Alguna corriente me había empujado hacia el fondo y lo próximo que contemple fue el verdor del agua y su extraño sonido unido a los gritos de mi hermano Alejandro que desesperado pedía ayuda: ¡sáquenlo, sáquenlo!... cuanto amor había en su desesperación.

El tiempo no me desesperaba, trague la suficiente agua que parecía que el aire no era necesario. De pronto una zambullida, dirigida en mi ayuda. El único referente para encontrarme era lo alto de mi remolino de mi pelo tieso que sobresalía del agua. El salvavidas improvisado era un joven del barrio que vendía productos lácteos en un carrito y que no contaba con toda nuestra simpatía. Me tomó fuertemente y me llevo a la orilla. Allí vi de nuevo el bikini rozado de mi hermana, el rostro asustado de Alejandro y un grupo de curiosos que observaban. No sabía que hacer, que sentir; ¿Qué puede hacer un niño de ocho años con el corazón agitado frente a la mirada de un grupo curiosos? Sólo atiné a llorar y ocultar mi rostro avergonzado y asustado sobre la arena húmeda y recibir el apoyo solidario de mis hermanos.

Con esa experiencia a cuestas volvimos a nuestra casa. Durante la “once” se tocó el tema y mi madre, un tanto incrédula, nos pidió que tuviéramos más cuidado con el agua y nada más. Ese día no fui a la Iglesia. Mi madre me autorizó a quedarme comprendiendo que lo sucedido era algo más serio de lo que imaginó en un comienzo.

Allí me quedé recostado en mi cama, y durante horas recordé el color verdoso del agua, los gritos de la gente, la angustia amorosa de mi hermano, la mirada incrédula e impotente de mi hermana, el salvavidas improvisado y mi cara en la arena llorando sin saber porqué. Allí estaba yo recordando imágenes sin la conciencia que ese día de verano había dialogado cara a cara con la muerte.