lunes, 22 de octubre de 2007

Ahogado en un rio


Esa tarde, como tantas otras del verano, nos dispusimos para disfrutar de la playa cercana a nuestra casa. Este era un viaje frecuente en nuestras vacaciones, había que disfrutar el vivir a la orilla del mar. Lucía, Alejandro y yo partimos ansiosos, recomendados por nuestra madre sobre los cuidados con el agua, mirar bien antes de atravesar la calle principal, etc.

Las cosas se fueron dando como de costumbre. Los quince o veinte minutos caminando con nuestros pies descalzos sintiendo el calor del cemento, las molestias de las piedras y la ansiedad por llegar pronto. Una vez estando en la línea del ferrocarril el mar se hacía visible a escasos metros.

Esa tarde nuestro destino era otro. Habíamos oído del “río” que estaba un poco mas lejos. Caminamos, pisando los durmientes disciplinadamente, evitando las espinas y vidrios esparcidos a su alrededor. Finalmente divisamos lo que a nuestros ojos era un verdadero oasis.

El sonido de los niños jugando y chapoteando en el agua, hacía interminable el viaje y nuestro estomago se constreñía por la emoción. El siguiente paso era respirar profundo y correr desesperadamente para evitar el dolor que producía la arena caliente en nuestros pequeños pies. En ese entonces las sandalias eran lujos de algunos y nosotros nos consolábamos argumentando que la arena caliente también se escurría entre los dedos, así que con sandalias, zapatillas o a “pata pela” la cosa era la misma.

El río, no era río. Era un “ojo de mar” que tenía corrientes submarinas y albergaba las más variadas infecciones que se pudiera imaginar. Era costumbre que en ocasiones alguien se lanzara al mar y luego salir corriendo para sumergirse en el río. De esta manera se encontraba el agua más “calientita”. No era difícil sentir los ladridos de perros que se bañaban junto a nosotros e incluso el cuerpo difunto de alguno que flotaba un poco más allá. Esta descripción es suficiente para imaginar los distintos residuos orgánicos que flotaban cerca de nosotros.

Se nos había dicho que en este río habían “cueros”, un “algo” que succionaba desde el fondo y terminaba tragándose a las personas. En medio de este río estábamos nosotros con nuestros ocho, nueve y diez años disfrutando de su cálidas e infecciosas aguas.

Lucía, lucía un bikini rozado. La recuerdo a ella en particular porque fue lo último que vi antes de sentir el miedo de no tocar fondo. Habíamos estado jugando, gritando, riendo y de pronto yo estiré mi mano para pedir a mi hermana ayuda pues sentía que algo me tiraba hacía el fondo. Ella me miro incrédula, sorprendida e impotente pues no sabía nadar y poco podía hacer. Alguna corriente me había empujado hacia el fondo y lo próximo que contemple fue el verdor del agua y su extraño sonido unido a los gritos de mi hermano Alejandro que desesperado pedía ayuda: ¡sáquenlo, sáquenlo!... cuanto amor había en su desesperación.

El tiempo no me desesperaba, trague la suficiente agua que parecía que el aire no era necesario. De pronto una zambullida, dirigida en mi ayuda. El único referente para encontrarme era lo alto de mi remolino de mi pelo tieso que sobresalía del agua. El salvavidas improvisado era un joven del barrio que vendía productos lácteos en un carrito y que no contaba con toda nuestra simpatía. Me tomó fuertemente y me llevo a la orilla. Allí vi de nuevo el bikini rozado de mi hermana, el rostro asustado de Alejandro y un grupo de curiosos que observaban. No sabía que hacer, que sentir; ¿Qué puede hacer un niño de ocho años con el corazón agitado frente a la mirada de un grupo curiosos? Sólo atiné a llorar y ocultar mi rostro avergonzado y asustado sobre la arena húmeda y recibir el apoyo solidario de mis hermanos.

Con esa experiencia a cuestas volvimos a nuestra casa. Durante la “once” se tocó el tema y mi madre, un tanto incrédula, nos pidió que tuviéramos más cuidado con el agua y nada más. Ese día no fui a la Iglesia. Mi madre me autorizó a quedarme comprendiendo que lo sucedido era algo más serio de lo que imaginó en un comienzo.

Allí me quedé recostado en mi cama, y durante horas recordé el color verdoso del agua, los gritos de la gente, la angustia amorosa de mi hermano, la mirada incrédula e impotente de mi hermana, el salvavidas improvisado y mi cara en la arena llorando sin saber porqué. Allí estaba yo recordando imágenes sin la conciencia que ese día de verano había dialogado cara a cara con la muerte.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

...vaya experiencia.

Anónimo dijo...

WENA!!!!!!
QUE TIEMPOS AQUELLOS EN ESE MARAVILLOSO RÍO. MMMMMMMM
YO SÓLO PASABA A ENJUAGARME EL AGUA SALADA DEL MAR.

Unknown dijo...

Oye no se si es idea mia pero antes no se .tomaban tantas medidas de seguridad, bueno yo casi me ahogo en la playa de maule y si en algo tu relato me impresiona es en la sensacion de succion de los pies, eso de sentirse sin voluntad, el cuerpo disociado de la mente...me queda claro entonces que el cuerpo es a las obras y la mente a Cristo...te quiero mucho...Ingrid