miércoles, 29 de agosto de 2007

El accidente




Ese día amaneció más temprano. “Don Lito”, un vecino y amigo de la familia estaba con mi madre en la cocina. Ella lloraba por la noticia. Mi papá había tenido un accidente fatal en su trabajo. Algo habría golpeado su cabeza dejándolo inconsciente.

Encargados con mi tía Juana, mi madre partió rumbo al Hospital de Maule acompañada por el Pr. Luis Sánchez que pastoreaba nuestra Iglesia en Coronel. Allí se enteró que mi padre seguía con vida, pero con pocas posibilidades de mejoría.

Los viajes al hospital se sucedieron una y otra vez. Mi madre sobrellevaba su dolor con mucho coraje esperando lo peor, preguntándose que haría sola con cinco hijos. Pero mi padre dio una de sus mejores batallas, aferrándose a la vida con todas sus fuerzas sostenido por la fe de una congregación que suplicaba por él y una familia que no se resignaba a verle partir.

La mejoría tardaba y al fin nos permitieron visitarle en el hospital. Todos éramos bastante pequeños por lo que se nos previno que fuésemos ordenados y criteriosos; no podíamos hacerle pasar malos ratos ni mucho menos entregarle noticias dolorosas. Este consejo no era menor, ya que entre tanto viaje al hospital mi madre había descuidado a un pequeño cerdo que criábamos en casa y que por diagnóstico desconocido había muerto. Ese tema y otros semejantes no se podían tocar.

El ver a nuestro papá nos conmovió. Su cara estaba hinchada y no podía reconocernos visualmente. Nos identificaba con el tacto. A cada uno nos decía algo, como si se estuviera despidiendo mientras mi madre controlaba su angustia. A Miguel, el mayor, le decía que cuidara a su madre y a sus hermanos mas chicos. “Esta es la Lucia, este el Janito, este es Cabito y esta la Pico Pato, ” comentaba... hasta que vino el desatino de esta última, haciendo mérito a su sobrenombre... : “Papi, el chanchito se los murió” . Margarita, la menor de todos traspasó los límites del cuidado al paciente.

Si las miradas mataran ella habría traspasado el umbral de la muerte al instante. Todos nos molestamos y la corregimos desencadenando una guerra de opiniones y acusaciones delante de mi madre que intentaba controlarnos para no afectar al enfermo.

La visita continuó. Mi madre acompañó a mi padre en su habitación y nosotros nos fuimos a jugar en los patios del hospital, intentando no ensuciarnos demasiado para no agregar molestias a la grave situación.

Pasado ese día, mi padre siguió su recuperación lentamente y mi madre pensaba más de una vez antes de llevarnos. Cuando esto ocurrió nuevamente, él había sido trasladado de sala con una evidente mejoría. Recuerdo que alguien le regaló un chaleco celeste que ocuparía cuando fuera dado de alta. Nosotros dejábamos la sala para jugar por los jardines del hospital que la Compañía Carbonífera tenía para sus trabajadores y regresábamos sólo para despedirnos.

La tarde en que llegó a casa de la mano de mi mamá fue especial. “¡¡Ahí viene mi papi!!”, gritó uno de nosotros y corrimos con un nudo en la garganta a recibirlo. Cada uno se esforzaba por tomar su mano fuerte con lunares de carbón mirando de reojo la cicatriz que el accidente dejó en su frente.

Ese día tomamos once todos juntos en el comedor grande, al lado del living. Comimos galletas “obleas” y “tritón”, después de todo, estábamos de fiesta. Nos tomamos de las manos y dimos gracias a Dios porque nuestro padre estaba de regreso en casa..., con su chalequito celeste..., con sus cinco hijos..., junto a su mujer..., para comenzar de nuevo.

Adios a la(s) Abuela(s)?


Mi abuela, Blanca Pastoriza Lazo Sepúlveda, madre de mi padre, había estado casada con Juan Barrera, quien entregó sus fuerzas a la mantención del estadio Santa Laura, en esos tiempos en que el pasto se regaba con mangueras manuales.

En ese mismo lugar mi abuelo Juan enfermó de tuberculosis; dormía en algún camarín del estadio para no contagiar al resto de la familia, abrigado a veces con el calor infantil de mi padre. En algún lugar de Santiago y soportando la soledad de aquella enfermedad murió mi abuelo.

Desde allí regresó mi abuela. Viuda, con tres hijos, Juana, Sergio y mi padre Miguel.

Se radicó en Ramadillas, diminuto pueblo de la provincia de Arauco, cuya geografía rural consistía en una calle, una arteria pequeña, y un callejón de quince metros de largo por 80 centímetros de ancho que los unía.

Allí se casó nuevamente con don Eduardo Medina, con quién tuvo tres hijos más, María, Queko y Chalo.

Por ella sentí y siento un gran afecto. Sus arrugas tempranas, su inclinación por el mate a la orilla de la cocina a leña, su inquietante gusto por el limón y las respectivas musarañas al comerlo, su dedicación por limpiar el trigo para luego tostarlo y molerlo y así enviar a los trabajadores con harina tostada fresquita.

Sus lecciones sobre no limpiar nuestra nariz en público, y su apego a la costumbre pentecostal con moño, blusa blanca y falda negra son imágenes que vienen a mi mente.

Un día de Mayo, un hermano de nuestra iglesia nos dio la noticia. Mi abuela había fallecido mientras era trasladada de urgencia al hospital de Arauco. Para mí la sensación era extraña. Algo interesante estaba sucediendo. Viajaríamos en tren nuevamente hacia Ramadillas. Nos encontraríamos con la vieja casa de mis abuelos, con los tíos, el campo, los animales, pero ingenuamente olvidaba que la abuela ya no estaría.

Recuerdo la primera noche del velorio. Mucha gente en una casa que comúnmente era nuestra. Se mató una vaca, un ternero y un chancho. Se compró vino como para un regimiento. La gente pasaba de sus trabajos a dar el pésame, comer y beber. Después de todo un velorio era un evento social de relevancia en el que incluso se jugaba el prestigio de la familia si no era bien preparado.

Lloré inesperadamente; sorprendido, tomé un mantel de cocina para secar mis lágrimas, aunque, ingenuamente, intenté explicar que era mi sudor. Era la primera vez que sentía dolor por la muerte y no sabía como reaccionar. Los antiguos himnos evangélicos removían una y otra vez mis sentimientos, “... nos veremos en el río”, “cuando allá se pase lista”, “en el monte calvario” y “Tal como soy de pecador”, eran entonados con el típico letargo de la ocasión.

Después de un rato nos llevaron a dormir donde el tío Chalo. Ahí me empezaron a encargar con los demás. Les preocupaba mi sentimental reacción y aludían a problemas con mi corazón..

El velorio continuó y mi tristeza aumentaba al nivel bochornoso de los desmayos y de los ataques de llanto, amortiguados por el “agua de las carmelitas” que tomándolas con fe hacían bien para el corazón.

Decidieron no llevarnos al cementerio, sino enviarnos con mi abuela materna de regreso a Coronel, mientras mis padres cooperaban con los últimos arreglos.

Una vez en casa, con las emociones alteradas e intentando comer, recibimos la otra noticia. Mi abuela Carmen nos miró y comentó : “...bueno, ahora ya no tienen abuela”. Ante nuestra sorpresa y respectivas preguntas sólo comentó que ella no era la verdadera madre de mi mamá.

Y así, sin más, nos quedamos sin abuela de la noche a la mañana.

Mi Abuela


Cierto día de verano estaba sólo con mi abuela en Ramadillas. Acostumbrábamos a visitarla y así disfrutar del río correntoso, la leche de vaca, el olor a campo, la luz de las velas y el humo que ennegrecía progresivamente las paredes.

Este día estaba sentado frente a ella, separados por el brasero; me miró y espontáneamente comentó : “tan dije que eres”. Yo me sentí muy emocionado.

Poco acostumbrado a los halagos, la declaración de la abuela me mostraba que había capturado su admiración. Ahora sólo restaba el desafío de mantener tamaña apreciación sobre mi persona.

Las implicancias de ser “dije” no las conocía, como tampoco el significado del término, pero debía ser bueno, especialmente por el tono cariñoso con que mi abuela lo dijo. Algo parecido a ser humilde, simpático, livianito, no se, pero de alguna manera me hacía sentir bien.

El día siguió su transcurso y el calor veraniego fue reemplazando al del brasero matutino.

En el patio de la casa de mi abuela había un tronco ahuecado en forma de canoa, en donde se acumulaba el agua que llegaba desde el río por medio de cañerías; Allí se lavaban los trabajadores cuando llegaban de sus faenas.

Lo cristalino de esta agua me cautivaba. Yo estaba acostumbrado a jugar con figuras de plástico en los “latones” con agua de mi casa en forma solitaria y prolongada, imaginando historias interminables. Ese día de verano no fue la excepción; yo estaba sólo con mi abuela y mi pasión era esa canoa y el agua que la llenaba.

“No ensucies el agua”, repitió una y otra vez, al sentir desde la cocina como yo jugaba lanzando figuras al fondo cristalino. La seducción de tal práctica era muy fuerte, y yo insistía silenciosamente en disfrutarla... “ ¡ deja de ensuciar el agua ! ” me dijo con voz más agresiva y en tono de advertencia, sin embargo el efecto que causaba esa canoa e mi no permitía que advirtiera la evidente molestia de mi abuela.

Todas las cosas tienen un límite, aún para una cariñosa abuela pentecostal : “ ! Deja de ensuciar el agua mierda ¡” gritó enfurecida desde su cuartel general. Yo sorprendido y asustado casi caigo dentro de la canoa, y ante la tensión del momento, la única opción era obedecer.

Mi más grave frustración no sólo radicaba en que saqué de las casillas a la abuela, sino que no fui capaz de ser “dije” un día entero.

El Árbol



La clase de Ciencias Naturales exigía que plantáramos un poroto en un pequeño envase de café y lo observáramos todos los días. Yo había sembrado papas y maíz junto con mi padre, pero ahora esto dependía sólo de mi, por lo que respete al pie de la letra las instrucciones académicas. El resultado fue que el experimento funcionó. Desde el envase brotó algo semejante a una raíz que prontamente generó una hoja. La conclusión era que si uno plantaba y cuidaba correctamente podría ver frutos en el tiempo.

¿Sucedería lo mismo con los árboles ?...

En el patio de nuestra casa había dos sauces y un manzano. Decidí que este número debía aumentar. Comencé con sacar una rama del manzano y así aportar en el futuro para el postre familiar.

El sauce podría generar la sombra necesaria para el verano y un melancólico paisaje en otoño si se distribuía correctamente en la geografía de nuestra casa.

El esforzado y silencioso trabajo dio su fruto, los sauces llegaron a cuatro y los manzanos a dos..., Lo que parecía todo un acierto se convirtió en conflicto.

El manzano creció apestado y los sauces no hacían sino atraer zancudos en el verano. La distribución tampoco era la propicia, algunos muy cerca de la casa, otros en el medio del patio, impidiendo el paso del cordel para colgar la ropa.
La molestia de mi padre era evidente, especialmente porque no había sido consultado. Yo, en tanto, guardaba mi aporte ecológico con cristiano silencio.

Un último intento de mi parte colmó el vaso. Agregar un nuevo sauce que acompañara al manzano más cerca de mi casa.

¡¿Quién ha estado plantando estos árboles?!, indagó molesto un día de verano en que por causa de sus vacaciones tenía tiempo de recorrer el patio. Mi rostro asustado me delató al instante. “Deja de plantar tonteras” sentenció folclóricamente mi padre. La orden fue acatada y tempranamente enterré mis proyectos forestales.

A las clases de Ciencias Naturales, debía sumar otra sobre distribución geográfica

La Hora


El viejo reloj Delvana de mi padre, delicado regalo de mi madre en los primeros años de matrimonio, despertaba mi curiosidad. Especialmente después de una exhaustiva limpieza y pintura verde claro para su fondo y el imponente nombre “Miguel Barrera Lazo” impreso en su interior.

Ese día en particular, sentado en un banco de nuestra iglesia, me sorprendí tomando la muñeca de mi padre, analizando el incesante recorrido del segundero.

Para mi sorpresa después de cinco vueltas el minutero avanzaba en un “palito”, por lo que deduje que entre “palitos” había cinco minutos. Sólo era cosa de contar entre cinco y cinco.

Después de este recorrido lento y preciso del minutero en los 360 grados del reloj, me di cuenta que el “palito” más chico avanzaba siguiendo la misma lógica.

Si mi razonamiento era verdad, mi descubrimiento me colocaría en una posición privilegiada entre mis hermanos.

Hasta ese entonces, nuestro acercamiento con el reloj era dictar la posición de los “palitos” grandes y chicos a mi abuela quién traducía de una manera inexplicable la hora precisa: “ el palito grande esta en el dos y el chico en el ocho”, "las ocho diez” diría la abuela.

Sin embargo, ese día parecía que yo había descubierto el proceso. Sólo restaba preguntarle a quién generalmente tenía las respuestas..., mi padre.

Mi pregunta fue silenciosa, típica de un niño tímido que no quiere exponer su interrogantes, pero también porque el sermón estaba en pleno desarrollo y no se nos permitía hablar en el ínter tanto.

Ante mi pregunta, recibí una sonrisa cómplice de mi papá como respuesta, me despeinó con su mano señalando su aprobación por mi descubrimiento, trasmitiéndome su acostumbrado calificativo: “malencachao” (léase “mal encachado”).

Eso era suficiente, yo lo había descubierto, era un logro para un niño que no llegaba a los diez años.

Después de todo para algo servía la iglesia..., ese día yo aprendí a ver la hora.

En una Iglesia de Coronel


Tres veces por semana asistíamos a un culto de nuestra iglesia: Martes, Jueves y Domingo, partíamos sagradamente en busca de lo sagrado.

Las enseñanzas fueron múltiples en las casi 1500 reuniones de mis primeros doce años; desde los infaltables sueños del hermano Ramírez, hasta la interminables prédicas del hermano Rifo.

Las visitas esporádicas de misioneros “gringos” que con su pegajoso acento hacían la reunión más llevadera, y con su tez clara el paisaje más atractivo, especialmente entre tanto “negro curiche”.

En otras ocasiones, llegaban los aspirantes a pastores, seminaristas, misioneros improvisados, aprendices de predicadores que hacían de nuestra pobreza un lugar donde aprender.

En medio de estas reuniones, de las prédicas de mi padre, de Gajardo, de Benítez, de Fernández, aprendí la fe que hoy sustento. En medio del esfuerzo de quienes intentaban liderar la obra sin ninguna preparación ministerial formal, porque quienes la tenían no consideraban nuestro pueblo como un campo atractivo para su ministerio.

Allí, aquí, he nacido a todo. A la vida, a la fe, al matrimonio, al ministerio, a la paternidad. Allí, aquí, sigo naciendo cada día.