lunes, 22 de octubre de 2007

Evangelizando a mi abuelo


Mi abuelo Eduardo era el típico habitante de Ramadillas. Silencioso. De aquellos que comentan algo cada cinco minutos. Amante del vino en garrafa. Poco diestro en la comunicación de afecto, prefería observar y pensar quizás que cosas.

Yo esperaba que llegara de su trabajo aquellas tardes de verano en que estaba en su casa. Me deleitaba viendo como lavaba sus largos brazos en la canoa del patio. Luego me sentaba junto al brasero para acompañarlo. El contemplaba desde allí por una ventana sin vidrios a las vacas que comían pasto en las vegas. El aroma del poleo y de la hierba al atardecer se confundían con el olor del mate que tomaba mi abuelo... Masticaba pan y fumaba un cigarro... Yo contemplaba silencioso, tratando de no interrumpir. Sólo se escuchaba el sonido de la leña que se quemaba en la cocina y algún comentario de la abuela: “Hay que moler el trigo pa’ mañana”.

Mi participación era casi nula, solo era un espectador. Mis preguntas o intentos de diálogo sólo recibían un levantamiento de cejas de parte de mi abuelo. En otros momentos me preguntaba: “¿Tú sos hijo del Miguel”, eso era todo..., no había más diálogo, pero me gustaba estar allí.

Cierto día de verano llegaron de visita algunas jóvenes pertenecientes a la Sociedad de Señoritas de nuestra Iglesia en Coronel. Todas durmieron en la pequeña casa de mi abuela, en una especie de pajar improvisado instalado en una de las piezas. Durante el día visitaban el río, las siembras de papas o sencillamente caminaban por el pueblo.

Una de esas tardes, consiguieron una guitarra desafinada. Juan Cáceres fue el recomendado por el abuelo para solucionar el problema. Lo encontramos en nuestra acostumbrada caminata después de la “once” e inmediatamente procedió a afinar el instrumento.

Mientras esto ocurría, Ana Sáez y Zirpa Navarro, líderes del grupo de señoritas, intentaron animar a mi abuelo en su fe. Le hablaron gentilmente y el escuchaba con curioso interés. Esto no era muy difícil, puesto que el atractivo de estas jóvenes, especialmente de Zirpa, era reconocido en Coronel y mi abuelo se daba cuenta. Sus ceñidos blue jeans evidenciaban lo atractivo de su figura y derribaban cualquier obstáculo a la evangelización. Allí estaba yo, escuchando este diálogo.

Según mi criterio estas damas no habían expuesto claramente las implicaciones eternas de rechazar a Jesús. Como no hubo decisión, ni llamado, ni oración, decidí, a mis nueve años, rematar este diálogo evangelístico. Así que en plena calle y mientras mi abuelo evaluaba las caderas de las evangelizadoras, le dije : “ Sabe abuelo... si usted no acepta al Señor se irá al infierno. Allí solo hay fuego y llamas y usted se quemará todos los días...”, él se sorprendió y molestó por mis palabras que lo distrajeron de su análisis anatómico, y antes que dijera algo, rematé : “ eso le va a doler mucho...”. Nada podía ser más descriptivo y elocuente. Yo esperaba que mi abuelo se asustara y reaccionara. Sin embargo, me miró, casi con desprecio, y me dijo: “deja de hablar huevas cabro de mierda”.

Su respuesta garabatera confirmó su estado pecaminoso y caló profundo en mi orgullo. Gracias a Dios ya estábamos solos y nadie más fue testigo de mi humillación, por lo que decidí reconsiderar mis argumentos evangelísticos, especialmente si no tenía caderas atractivas… Aunque todavía estaba la alternativa de que mi abuelo no estuviera “predestinado” para la salvación...

1 comentario:

Unknown dijo...

jajajajaaja su abuelo fue espontaneo