
Ese día amaneció más temprano. “Don Lito”, un vecino y amigo de la familia estaba con mi madre en la cocina. Ella lloraba por la noticia. Mi papá había tenido un accidente fatal en su trabajo. Algo habría golpeado su cabeza dejándolo inconsciente.
Encargados con mi tía Juana, mi madre partió rumbo al Hospital de Maule acompañada por el Pr. Luis Sánchez que pastoreaba nuestra Iglesia en Coronel. Allí se enteró que mi padre seguía con vida, pero con pocas posibilidades de mejoría.
Los viajes al hospital se sucedieron una y otra vez. Mi madre sobrellevaba su dolor con mucho coraje esperando lo peor, preguntándose que haría sola con cinco hijos. Pero mi padre dio una de sus mejores batallas, aferrándose a la vida con todas sus fuerzas sostenido por la fe de una congregación que suplicaba por él y una familia que no se resignaba a verle partir.
La mejoría tardaba y al fin nos permitieron visitarle en el hospital. Todos éramos bastante pequeños por lo que se nos previno que fuésemos ordenados y criteriosos; no podíamos hacerle pasar malos ratos ni mucho menos entregarle noticias dolorosas. Este consejo no era menor, ya que entre tanto viaje al hospital mi madre había descuidado a un pequeño cerdo que criábamos en casa y que por diagnóstico desconocido había muerto. Ese tema y otros semejantes no se podían tocar.
El ver a nuestro papá nos conmovió. Su cara estaba hinchada y no podía reconocernos visualmente. Nos identificaba con el tacto. A cada uno nos decía algo, como si se estuviera despidiendo mientras mi madre controlaba su angustia. A Miguel, el mayor, le decía que cuidara a su madre y a sus hermanos mas chicos. “Esta es la Lucia, este el Janito, este es Cabito y esta la Pico Pato, ” comentaba... hasta que vino el desatino de esta última, haciendo mérito a su sobrenombre... : “Papi, el chanchito se los murió” . Margarita, la menor de todos traspasó los límites del cuidado al paciente.
Si las miradas mataran ella habría traspasado el umbral de la muerte al instante. Todos nos molestamos y la corregimos desencadenando una guerra de opiniones y acusaciones delante de mi madre que intentaba controlarnos para no afectar al enfermo.
La visita continuó. Mi madre acompañó a mi padre en su habitación y nosotros nos fuimos a jugar en los patios del hospital, intentando no ensuciarnos demasiado para no agregar molestias a la grave situación.
Pasado ese día, mi padre siguió su recuperación lentamente y mi madre pensaba más de una vez antes de llevarnos. Cuando esto ocurrió nuevamente, él había sido trasladado de sala con una evidente mejoría. Recuerdo que alguien le regaló un chaleco celeste que ocuparía cuando fuera dado de alta. Nosotros dejábamos la sala para jugar por los jardines del hospital que la Compañía Carbonífera tenía para sus trabajadores y regresábamos sólo para despedirnos.
La tarde en que llegó a casa de la mano de mi mamá fue especial. “¡¡Ahí viene mi papi!!”, gritó uno de nosotros y corrimos con un nudo en la garganta a recibirlo. Cada uno se esforzaba por tomar su mano fuerte con lunares de carbón mirando de reojo la cicatriz que el accidente dejó en su frente.
Ese día tomamos once todos juntos en el comedor grande, al lado del living. Comimos galletas “obleas” y “tritón”, después de todo, estábamos de fiesta. Nos tomamos de las manos y dimos gracias a Dios porque nuestro padre estaba de regreso en casa..., con su chalequito celeste..., con sus cinco hijos..., junto a su mujer..., para comenzar de nuevo.
Encargados con mi tía Juana, mi madre partió rumbo al Hospital de Maule acompañada por el Pr. Luis Sánchez que pastoreaba nuestra Iglesia en Coronel. Allí se enteró que mi padre seguía con vida, pero con pocas posibilidades de mejoría.
Los viajes al hospital se sucedieron una y otra vez. Mi madre sobrellevaba su dolor con mucho coraje esperando lo peor, preguntándose que haría sola con cinco hijos. Pero mi padre dio una de sus mejores batallas, aferrándose a la vida con todas sus fuerzas sostenido por la fe de una congregación que suplicaba por él y una familia que no se resignaba a verle partir.
La mejoría tardaba y al fin nos permitieron visitarle en el hospital. Todos éramos bastante pequeños por lo que se nos previno que fuésemos ordenados y criteriosos; no podíamos hacerle pasar malos ratos ni mucho menos entregarle noticias dolorosas. Este consejo no era menor, ya que entre tanto viaje al hospital mi madre había descuidado a un pequeño cerdo que criábamos en casa y que por diagnóstico desconocido había muerto. Ese tema y otros semejantes no se podían tocar.
El ver a nuestro papá nos conmovió. Su cara estaba hinchada y no podía reconocernos visualmente. Nos identificaba con el tacto. A cada uno nos decía algo, como si se estuviera despidiendo mientras mi madre controlaba su angustia. A Miguel, el mayor, le decía que cuidara a su madre y a sus hermanos mas chicos. “Esta es la Lucia, este el Janito, este es Cabito y esta la Pico Pato, ” comentaba... hasta que vino el desatino de esta última, haciendo mérito a su sobrenombre... : “Papi, el chanchito se los murió” . Margarita, la menor de todos traspasó los límites del cuidado al paciente.
Si las miradas mataran ella habría traspasado el umbral de la muerte al instante. Todos nos molestamos y la corregimos desencadenando una guerra de opiniones y acusaciones delante de mi madre que intentaba controlarnos para no afectar al enfermo.
La visita continuó. Mi madre acompañó a mi padre en su habitación y nosotros nos fuimos a jugar en los patios del hospital, intentando no ensuciarnos demasiado para no agregar molestias a la grave situación.
Pasado ese día, mi padre siguió su recuperación lentamente y mi madre pensaba más de una vez antes de llevarnos. Cuando esto ocurrió nuevamente, él había sido trasladado de sala con una evidente mejoría. Recuerdo que alguien le regaló un chaleco celeste que ocuparía cuando fuera dado de alta. Nosotros dejábamos la sala para jugar por los jardines del hospital que la Compañía Carbonífera tenía para sus trabajadores y regresábamos sólo para despedirnos.
La tarde en que llegó a casa de la mano de mi mamá fue especial. “¡¡Ahí viene mi papi!!”, gritó uno de nosotros y corrimos con un nudo en la garganta a recibirlo. Cada uno se esforzaba por tomar su mano fuerte con lunares de carbón mirando de reojo la cicatriz que el accidente dejó en su frente.
Ese día tomamos once todos juntos en el comedor grande, al lado del living. Comimos galletas “obleas” y “tritón”, después de todo, estábamos de fiesta. Nos tomamos de las manos y dimos gracias a Dios porque nuestro padre estaba de regreso en casa..., con su chalequito celeste..., con sus cinco hijos..., junto a su mujer..., para comenzar de nuevo.