
Era común que nos cepilláramos los dientes en el patio de mi casa. No tenpiamos baño en el interior, por lo que una batea servía de lavamanos mientras las otras funciones biológicas eran asignadas a un pozo negro ubicado en algún lugar estratégico.
Ese día de verano yo seguía mi rutina de lavado dental después del desayuno cuando sentí que alguien movía el portón, también escuché un gemido que me resultaba conocido. Era mi perro Lolín.
No tengo en mi mente la razón de ese nombre tan poco masculino. Lo cierto es que Lolín llegó pequeño a nuestra casa. Gozó de los cariños propios de ocho niños que lo trataron como una guagua. Resistió las embestidas del viejo Roque, un pastor alemán que lo castigaba cuando se acercaba a su comida. Lolín era medio chueco, colorín, pero con cara simpática, un poco callejero, pero por sobre todo regalón, lo que se evidenciaba en su barriga que se arrastraba cuando pequeño, debido a tanta comida que le dábamos. Esa barriga lo hacía ver más chueco todavía.
Con mi boca llena de espuma me acerqué al portón para mirar que sucedía. Era el Lolín que deseaba entrar. Se notaba insistente, como asustado. Yo no le hice mucho caso. Esperaba terminar mi aseo bucal y le abriría. Entonces sucedió algo trágico. Observé una camioneta blanca que se estacionaba brevemente fuera de mi casa. Un logo municipal en su puerta y una mano que sale de ella para lanzarle un trozo de pan a nuestro perro.
Habíamos oído que debido a muchos perros callejeros, cada cierto tiempo salían algunos funcionarios municipales a darles veneno a los perros callejeros. Yo nunca lo había visto, pero era evidente lo que estaba sucediendo.
Como pude le hable al Lolín con mi boca todavía con espuma para que no comiese. Sin embargo, su buen apetito pudo más. De inmediato saqué la tranca del portón y lo entré a casa mientras la camioneta se alejaba. No sabía si la dosis que le habían dado era peligrosa. Avisé a mi papá y la señora Flor, una arrendataria que compartía nuestro patio, me sugirió darle lavaza para generarle un vómito y expulsar el veneno. Lo hice, pero sin éxito. Me parecía que el perro notaba mi preocupación y quería cooperar. Lo recuerdo como un trabajo conjunto y de angustia mutua. A pesar de esta esta sensación, se resistía a tomar el agua con jabón que había preparado.
Mi padre me indicó que lo llevara al cerro, por si le pasaba algo y así no enterrarlo en casa. Recuerdo que fui sólo y parecía que nada sucedería. Jugaba con algunos palos que le lanzaba, parecía alegre y eufórico. De pronto en una de sus alocadas carreras, cayó al suelo y convulsionó, para levantarse y seguir jugando.
El Lolín, como le llamabamos, con artículo y todo, era de esos perros fieles. Yo solía estudiar en el patio de mi casa los días de primavera, tomando el sol de la mañana mientras mi perro se daba vuelta en la tierra para que le hiciera cariño. Recuerdo haberlo apartado varias veces por que era molestoso y en el tiempo de pelechar se ponía hediondo. Pero podía echarlo cien veces de mi lado y de todas formas volvía. Yo le tenía mucho cariño, y creo que él lo sabía.
Las convulsiones se repitieron y la muerte parecía inevitable. Miguel, mi hermano mayor, llegó enviado por mi padre para hacerme compañía. Le conté lo que sucedía y me animó a llevarlo al cerro. Al cansarse fallecería más rápido. A esa altura lo importante era que no sufriera.
Subimos el cerro y cada cierto rato se nos quedaba en convulsiones. Nos seguía lentamente, yo disimulaba mi pena, hasta que definitamente su cuerpo se tensó por completo y murió frente a nuestros ojos. Le recuerdo con su hocico abierto, recostado sobre su lado derecho.
Caminamos con mi hermano, dando una vuelta extensa por el cerro. No se si lo hizo para evitar la pena o para distraerme, él siempre era más fuerte. Yo, solo tenía ganas de soltar mi pena y creo que lo hice en forma muy disimulada.
Cuando llegamos a casa me encerré a llorar. Nada me consolaba. Mi padre vino a hablar conmigo. Me animó. Yo me sentía un poco avergonzado. Pensaba en algunos amigos del barrio que se reirían por mi reacción. Sin embargo, algunos se preocupaban por mi pena.
Una forma curiosa de ayudarme fue bajándole el perfil a la situación. Eso me ayudó en el momento, incluso llegué a imitar la expresión del rostro de mi perro cuando murió lo que provocaba la risa de todos. Yo también reía, pero una parte de mi todavía sentía pena, al nivel de sentirme desleal con el Lolín. Salía a escondidas a ver su cuerpo que permaneció por algunos días en el mismo lugar y en la misma posición. Cada ves que fui a verlo, volvi a llorar.
Por varios días repasé las escenas de lo sucedido: la camioneta, cuando rasguñó el portón para entrar, el pan con veneno y sus convulsiones. Este repaso lo hacía escondido en la oscuridad de la madrugada y mientras los demás dormían, porque durante el día debía seguir con las bromas y reirme de la situación.
Asi se fue nuestro perro Lolín. Entre bromas a la luz del día y muchas lágrimas escondidas durante la noche. Nunca volví a encariñarme con otro animal. Parece que con él, también murió algo de mi inocencia y no me atreví a querer de la misma manera.
Hoy se que el amor es sufrido y cuando pienso en mi perro recuerdo su color y su olor, y a pesar de tantos años todavía me entristezco por lo sucedido aquella mañana… Creo que debí llorarlo un poco mas.